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Redacción por: Andrés Rodríguez
Antes de que Isner y Mahut convirtieran Wimbledon 2010 en una odisea de tres días, ya había un duelo que vivía en el mito: una semifinal interminable, la más larga que el tenis había conocido en su era previa a los desempates. Un partido tan físico, tan emocional y absurdo para la época, que aún hoy es estudiado como un precedente directo de los grandes maratones posteriores.
Corría 1969, un año de transición total para el tenis. La Era Abierta recién comenzaba a consolidarse, los formatos estaban a medio camino entre lo amateur y lo profesional, y los partidos al mejor de cinco sets eran auténticas pruebas de supervivencia. En aquel panorama caótico, la semifinal del South African Open entre Cliff Drysdale y Tom Okker se transformó en una especie de obra épica.
Un choque de estilos
Drysdale, sudafricano de 28 años, era uno de los grandes pegadores planos de su tiempo, un precursor del tenis de ataque. Okker, “The Flying Dutchman”, era elasticidad pura, un jugador de un fisico casi futurista para la época. El cruce prometía intensidad, pero nadie imaginó que duraría casi cinco horas, un récord absoluto en aquel momento.
Lo más impresionante no fue solo la duración, sino la estructura del marcador:
Okker derrotó a Drysdale por 6–3, 7–9, 13–11, 4–6, 6–3, en 4 horas y 59 minutos de juego oficial, sin contar los cambios de lado, interrupciones ni pausas largas que en aquella época no se cronometraban.
Sin tiebreaks, cada set era un mundo abierto. El tercero, un 13–11 a puro agotamiento mental, tomó proporciones épicas. Para entonces ya se hablaba en el estadio de que se estaba presenciando algo histórico.
Un tenis que ya no existe
Los reportes de la época describen la semifinal como un partido “de resistencia más que de técnica”. Golpes planos, subidas indiscriminadas a la red, puntos que se extendían no por físico, sino por la incapacidad de cerrar. Fue la definición pura del tenis previo a las superficies rápidas y a la preparación atlética moderna.
La prensa sudafricana escribió al día siguiente:
“No fue un partido. Fue una expedición. Dos hombres intentando descubrir su límite.”
Los fotógrafos capturaron a Okker recostado contra una valla, empapado y jadeando, tras ganar el tercer set. Drysdale, según crónicas, llegó a pedir una toalla con hielo antes de iniciar el quinto.
Un récord que vivió en el anonimato
El duelo quedó registrado como el partido más largo del tenis moderno hasta entonces, superando encuentros previos que nunca habían sido cronometrados de forma precisa. Pero el dato cayó en una especie de limbo histórico, pues no fue en un Grand Slam, no fue televisado y no fue en una era estadística formal.
Con la llegada del tiebreak en los años 70 y la profesionalización plena del circuito, ese récord quedó archivado como una rareza, una reliquia del pasado.
¿Cómo terminó la historia?
Tom Okker perdió la final al día siguiente.
Después de casi 5 horas de martirio, se presentó exhausto y cayó en sets corridos. El torneo quedó marcado por esa semifinal más que por el campeón que terminó levantando el trofeo.
El eco del pasado que anticipó el futuro
Cuando en 2010 Isner y Mahut protagonizaron el partido de 11 horas y 5 minutos en Wimbledon, muchos medios rescataron la vieja semifinal del 69 como un antecedente directo.
Hoy, aquel partido está casi olvidado por el mainstream, pero los historiadores lo siguen considerando un punto clave: el momento exacto en que el tenis comprendió que, sin nuevas reglas, las maratones podían destruir la lógica del juego.


